Eugenia de Montijo

Muchos brillos y hasta algún resplandor, pero todo ello  con muchas sombras

La vida de una interesante mujer de su tiempo, que llegó a ser más que reina, pero, enturbiada con importantes desilusiones personales

Casi de un siglo, es la vida de esta mujer entre los años veinte del siglo XIX y, los primeros del XX.

Es una época relativamente cercana. Comparándola con las que estamos acostumbrados, de siglos muy anteriores, es esta casi, una crónica casi actual.

Cierto, pero a todos los que, como a mí, nos gusta hacer volver a la vida a personajes significativos de nuestra historia, cualquiera que sea su tiempo y condición, hemos siempre de tener en cuenta algo importante: no se pueden dejar aparte los sentimientos. Se trata de que, antes que personajes,  trascendentes son personas, por lo que al referirse a ellos, cuentan tanto, sus hechos como sus sensaciones, sus actos como sus percepciones, y  sus consecuencias, como sus propias emociones.

Es honesto, pero también conveniente y oportuno, que así sea, y lo tengamos presente cuando nos referimos a cualquiera de ellos, con independencia de nuestro posicionamiento y opinión. Pero, eso sí, siempre con nuestro más absoluto respeto.

Parece que esto nos permite en definitiva, estar más cerca de aquel a quien queremos referirnos, y hasta llegar a comprenderlo mejor,  a veces,  incluso, a estimarlo más.

En este caso y ante este personaje, nos encontramos con que sin ser esa triste historia de amor que nos han pintado siempre, cuando nos hablan en las novelas y en el cine,  su vida es, cuando se la conoce, una crónica que  nos hace contemplar simplemente, a una mujer no demasiado afortunada. Casi podríamos decir para matizarlo un poco más, la semblanza de un ser humano, de gran inteligencia y adornado con inmensas virtudes, que en ningún momento fueron recompensadas por la fortuna.

Es efectivamente, una relación de las más diversas y continuadas amarguras.

No hemos de caer en el error de considerar verosímil todo lo que nos ha llegado de ella, por estar envuelto en esa aureola de romanticismo, en la que predomina una sensiblería y artificiosa ostentación tan cercanas a lo que ahora tenemos como cursi, muy en boga, sin embargo, durante nuestro siglo XIX.

Ciertamente, se conoce de ella no mucho más que el relato sensiblero de una adolescente que llega a ser más que reina: ¡emperatriz!  Y todo ello envuelto en un mágico ambiente de violetas imperiales,  con una Carmen Sevilla, jovencísima, interpretándolo, o un Luis Mariano, cantando melódicas y tiernas  canciones.

Pues, os aseguro que detrás de toda esa amanerada intrascendencia, hay algo más.

Lo que de manera real y auténtica nos acerca a la persona, y no tanto al personaje, es lo que ella misma expresa a un periodista, ya casi en su vejez,  y con lo que por otra parte, demuestra ser bastante inteligente:

  • La vida me concedió, de golpe, todos los elementos para una completa felicidad, pero luego, y de manera paulatina me los fue quitando, para dejarme ahora, prácticamente sin ninguno.

El primero, y  gran problema que tenemos los que de una u otra manera, y mejor o peor queremos plasmar con palabras la realidad humana de una persona singular, es intentar que aparte de que resulte verosímil su exposición, y lo más próxima a la realidad, el conjunto del retrato se manifieste con cierto “encanto”, y si además conseguimos un toque de cierto lirismo, tanto mejor.

En una palabra, siempre y hasta incluso a veces sin querer, “adornamos” al personaje,  intentando novelarlo lo menos posible, lo que hasta eso, en ocasiones ocurre sin pensarlo, y sin embargo se nos permite que lo “acicalemos” con los atributos  que consideremos  convienen más, y quedan mejor para la narración.

Es natural.

Por otra parte, de no hacerlo así, la mayoría de las historias, primero perderían brillo, quedarían aburridas, y además se entenderían mal.

Pues claro.

He visto estos días atrás en TV, una serie sobre el emperador Carlos I, muy cuidada y con verdadero derroche de posibilidades de escenografía, de actores y de variantes cinematográficas, ¡excelente trabajo! Buenísimo

Incluso, con rigor histórico, pero adornado, -¿y qué importa? –  Pues nada.

Naturalmente.

Está todo tremendamente bien “aliñado”. Vemos a un Carlos, que llega a territorio español, expresándose correctamente en nuestro idioma. Cuando conocemos que no sabía  ni una palabra de nuestra lengua.

Que en el puerto natural, del lugar donde el navío que lo traía desde Flandes recaló, por un fuerte temporal, para desembarcarlo, llamado Tazones, en la costa asturiana, lo reciben a pedradas creyendo que es el “turco”, cuando en esas costas jamás vieron a un “turco”. Pero eso sí, absolutamente con  todos los aditamentos que convienen en este momento para que la gente lo entienda bien. Un rey francés libertino, lo que por otra parte, podría ser cierto, y con figuras que se odian y se enamoran, se envidian o se adulan, y eso sí, todo con el aceite, el vinagre y la sal  correspondientes, que en este caso son: cama, mucha cama, escenas escabrosas llegando casi a lo procaz y, tetas, muchas, muchas tetas.

Normal.

Lo que ahora piden los tiempos y sobre todo los los parroquianos.

Y, ¿Qué nos lleva a pensar esto? Pues lógicamente, que las historias, como las ensaladas, bien  “aderezadas” quedan mucho mejor.

Para comenzar el relato, de la vida de esta Señora, conviene que conozcamos algo que, ahora con nuestras ideas modernas, posiblemente se entienda mal, y que consistía en que entonces, en los comienzos del XIX, era bastante frecuente  la existencia de afrancesados en todos los estratos sociales de nuestro reino.  Personas que consideraban un ejemplo a seguir,  la Francia de aquel momento, con sus políticas vanguardistas y liberalizadoras después de una Revolución y sobre todo, con la llegada a la escena política de la figura de ese inconmensurable hombre-prodigio, que dominó el mundo y que se llamaba Napoleón Bonaparte, al que se le tenía como la más sublime imagen humana de todos los tiempos.

Pues bien, aquí  en la España de aquella época,  a los que simpatizaban con lo “francés”, se les llamaba, un poco despectivamente, “afrancesados” más bien lo que eran, en realidad, eran – bonapartistas –.

Bien es cierto, que después de la guerra de la independencia, las cosas ya no fueron iguales, ni mucho menos, pero el hecho cierto es, que “afrancesados”  existieron y bastantes.

Pues, uno de ellos era Don Cipriano Palafox y Portocarrero, personaje de alto linaje, con varios títulos nobiliarios, a los que, por muerte de su hermano mayor, unió el de Conde de Montijo.

Militar, masón declarado, político liberal, y afrancesado.

Tan afrancesado era, que sirvió en campañas del ejército francés con el grado de Coronel, siendo incluso condecorado en Paris, por el propio Napoleón y, posteriormente  con el mismo grado en el ejército español a las órdenes de José I, donde perdió por herida de guerra, el ojo derecho. Llegando en la vida civil, a ser Senador por Badajoz.

Cuando aquel Ilustrísimo engendro de traiciones, que se llamó Fernando VII, volvió a España, perseguía con auténtica saña cualquier atisbo de liberalidad y por ello a Don Cipriano se le concedió volver, pero con la condición de no poder vivir en la Corte. Escogió  Granada para instalarse y formar una familia, bien es verdad que aún ya casado y posiblemente, por seguir intentando conspirar contra el absolutismo imperante, fue desterrado nada menos que a Santiago de Compostela…en aquellos tiempos… de los sitios más lejos.

Pues, este era el padre de nuestra protagonista.

¿Y la madre?

La madre era otra cosa. Parece ser, por lo que cuentan de ella, bastante  distinta. La definen las crónicas como de: “afanosa notoriedad”.

Que si lo pensamos bien, no es exclusivamente lo que dice literalmente, sino lo que quiere decir…

Doña María Manuela Kirkpatrick era hija de un vinatero escocés, que había llegado a España huido.

La convivencia del matrimonio Palafox-Kirpatrick, no era precisamente un modelo de enamoramiento. Se trataba, más bien, del entendimiento, o la avenencia y acuerdo, para una cohabitación pacífica. Naturalmente, parece lógico que fuera así, por la disparidad de caracteres que existía entre ellos.  El, hombre sencillo, moderado, austero, sin ningún ánimo de ostentación  y ella, sin embargo, todo lo contrario, inquieta, fantasiosa, voluble y hasta podríamos decir “alegre”, con las múltiples acepciones que en una mujer ha tenido siempre, y entonces más, ese adjetivo.

Sin duda, avalada esta reputación por la humareda que  producían todas las lenguas, buenas y malas en la ciudad de Granada, debida a la conducta, vamos a llamar, para no entrar en juicios, desordenada, durante las ausencias del marido.

Fruto de esa desigual unión, fueron tres hijos, un varón y dos hembras.

Francisco, que falleció muy joven, y las dos mujeres: Francisca, que siempre fue conocida por su matrimonio con el Duque de Alba, como Paca de Alba, y la pequeña: Eugenia.

Vivía el matrimonio en Granada, en la calle de Gracia, del barrio de La Magdalena. Y el día 6 de mayo, de 1826, hubo un movimiento sísmico de cierta intensidad en la ciudad.

Y he aquí, que Doña María Manuela, fuera por el hecho de que era su momento, o por la conmoción, junto a los  nervios de la situación, se pone de parto y como precaución por la posibilidad de un derrumbamiento en la casa, se monta en el jardín una tienda de campaña, donde viene al mundo, una niña: nuestro personaje.

Efectivamente, azarosa e incierta fue su llegada al mundo, como azarosa y desdichada sería posteriormente su vida.

Comentaba ella misma:

Vine al mundo bajo un árbol, en un bosquecillo de laureles y cipreses. –

Niñez y principio de pubertad, sin brillos, en su ciudad natal, recibiendo una exquisita educación reservada, como es natural, a las señoritas de clase alta en aquella época, y en familias ciertamente afrancesadas, sin exageraciones ni alharacas, pero en la monotonía y aburrimiento propios de una ciudad pequeña, lejos de las luces y los brillos de la corte, lo que no era muy del agrado de Doña María Manuela.

El único acontecimiento reseñable de esta época, que posteriormente se ha considerado y al que se le ha dado cierta importancia, es que de pequeña, una gitana leyéndole la mano, le dijo: que sería más que Reina.

Desde mi punto de vista, la gitana se lo diría, posiblemente, a unas diez o doce personas más, en esa misma mañana… pero bueno, sus biógrafos lo cuentan… y creo que debe ser reseñado, aunque solo sea  como anécdota.

A los diez años, es enviada junto con su hermana Paca, a París, internas en el Colegio del Sagrado Corazón y posteriormente a la Institución civil del Gymnase Normale, donde perfeccionan su francés que naturalmente, hablaban correctamente.

Sin embargo, no es esta una etapa de su vida adolescente verdaderamente feliz, puesto que las hermanas están consideradas como extranjeras y tratadas despectivamente, cosa que por otra parte, resulta ancestral en aquel país, en el que todo lo español, estaba, y no sé si sigue estándolo, considerado como insignificante.

Y que más tarde, incluso desde las más altas cotas de autoridad, que le concede su matrimonio, sentirá en su propia persona, por el trato que la otorga todo un pueblo.

En 1839, muere su padre, Don Cipriano, que representaba con su misantropía y aislamiento un obstáculo formal,  y como parecía lógico, Doña María Manuela, la madre, libre de la jurisdicción matrimonial y con los beneficios a su favor de la herencia y también como administradora de los bienes que corresponden a sus hijas,  se traslada inmediatamente a Madrid, a la Corte, y comienza ya sin disimulos la vida que apetecía, de ostentación, suntuosidad y sobre todo de excesos de todo tipo.

En el referido – todo tipo – están, propiamente, todos los así denominados, y que por elegancia no deben enumerarse.

Bien es cierto, que el ambiente de la Corte tampoco es que fuera de una moralidad acrisolada, sino todo lo contrario, con un modelo muy peculiar en la propia soberana, Isabel II, que hacía con su conducta que se viera como honesto cualquier comportamiento, por atrevido y desvergonzado que fuera.

Se vivía entonces, aquel binomio ancestralmente español de misa y burdel, para los caballeros y las damas peor, puesto que además, tenían la tapadera del ropero de los pobres.

No hay duda, de que el progreso ha sido considerable, posiblemente no en las conductas, que siguen siendo iguales, o incluso peores, pero al menos hemos ganado en franqueza, lo cual ya significa al menos, algún mayor grado de  honestidad.

Sí, ya sé que ahora, alguien dirá: ¡Qué barbaridad!

Si no sacas el tema de la sexualidad, no te quedas tranquilo…

Pues es verdad, pero pienso que de no tocar este tema, la Historia de España, y posiblemente también la de algunos otros países, sería en sus planteamientos muy parecida a Blancanieves, y tengo la impresión de que  afortunada o desgraciadamente, es bien distinta.

Vivió a su llegada a Madrid, Doña María Manuela, con sus dos hijas pequeñas, en la que entonces se llamaba, calle del Sordo, actualmente calle Zorrilla, que une la de Cedaceros con el Paseo del Prado, en una casa contigua al Convento del Espíritu Santo, que ocupaba el solar en el que actualmente se ubica el Congreso de los Diputados, para mudarse, en cuanto se terminó su amueblamiento, al llamado Palacio de Ariza.

Un bello edificio en lo mejor de Madrid, exactamente en el fondo de la Plaza de Santa Ana, con vuelta a la Plaza del Ángel, justo enfrente del Teatro Español, al otro lado de la plaza, construido en 1811; el edificio, albergó posteriormente el Casino Militar, hasta su traslado a la Gran Vía y, por último, se levantó en el solar el inmueble de  los llamados Almacenes Simeón, embrión de las grandes superficies madrileñas y, en la actualidad,  desde hace muchos años, el Hotel Reina Victoria, curiosamente conocido por cualquier madrileño, como el Hotel de los Toreros.

Por la casa-palacio de las de  Montijo, pasaba, y algunas veces, incluso se quedaba, lo más selecto, principal y aristocrático de Madrid, ¡Claro!

Y hasta del extranjero.

Por supuesto, y como no podía ser de otra forma, dadas las habilidades de Doña María Manuela, por ella pasaron: Próspero Merimée, que posteriormente se haría célebre como autor de la famosísima obra lírica que le dio fama universal – Carmen -.  Igualmente, Henry Beyle, el famoso escritor francés conocido mundialmente por su seudónimo: Stendhal.  Estos, y otros muchos, pasaron por los salones y algunos, incluso por los dormitorios, así como naturalmente, muchos más: artistas, toreros, músicos, diplomáticos políticos, en fin, de todo.

Se organizaban en el palacio importantes fiestas, en las que era bien recibida toda la alta sociedad del momento y, ni que decir, que si eran solteros, mucho mejor.

Siendo muy del gusto de aquella sociedad los bailes de disfraces y de máscaras,  por supuesto, en casa de las Montijo  se celebraban algunos de los más destacados, junto con otros, en casi todos los palacios de la alta sociedad de Madrid, como los de  Fernán-Núñez, en la calle Santa Isabel; o el de Alcañices, que actualmente ocupa el Banco de España, en Cibeles.

Y era realmente en ellos donde se daba rienda suelta a todos los descaros atrevimientos y osadías.

Cierto,   que  inmediatamente después de inventarse la vergüenza,  se inventó la máscara;  ¡pues claro! para disimularla.

2Las dos niñas tienen ya 15 o 16 añitos, y están en edad de “merecer”, como se decía entonces, pero sobre todo Eugenia, que  apunta una extraordinaria belleza y se está convirtiendo en una hermosísima joven, con personalidad muy definida.

Ambas poseen temperamentos y caracteres muy distintos.

Muchos de sus biógrafos, comentan que de siempre, existió una especie de rivalidad, incluso no exenta de envidia, pero bien es verdad que las relaciones entre las hermanas durante el transcurso de sus vidas, fueron cordiales, afables, amistosas y hasta  muy cariñosas.

Además de este hermoso palacio en Madrid, había heredado Doña María Manuela, de su marido Don Cipriano, y este a su vez, de su madre Doña Francisca de Sales Portocarrero y López de Zúñiga, 6ª Condesa de Montijo, la conocida  – Quinta de Miranda – en los Carabancheles.

Pasaba en ella temporadas y hasta puede ser, que por el hecho de estar en  lugar más discreto, en las afueras de Madrid, estuviera reservada para pecados de mayor entidad que, simplemente los veniales, que se cometían en el céntrico Palacio de Ariza.

Curiosamente, esta casa-palacio de la Quinta de Miranda, ha subsistido casi hasta nuestros días, bueno, mejor dicho, hasta los míos: exactamente, fue demolida en el año 1969.  Y yo llegué a conocer la casa, que habían adquirido las  monjas oblatas antes de nuestra Guerra Civil; y que durante ella, dada su localización en lo que fue zona de auténtica conflagración, quedó prácticamente destruida.

En estas magníficas residencias y en sus correspondiente ambientes, crecían, y se hacían mujeres, las “niñas”. Posiblemente, pretendientes no faltarían, pero naturalmente, eran desechados por el  – ojo crítico – de  Doña María Manuela, por falta de, lo que podríamos llamar – entidad social -, pero lo que sí conocemos es, que el primero que “picó”, y fue aprehendido con certero y habilidoso tirón del hilo, fue un personaje, feúcho, bajito y poquita cosa, pero que se llamaba Jacobo Luis Stuart Fitz-James y Ventimiglia, duque de Berwick y de Alba. Y un pez de esa categoría no podía escapársele a Doña María Manuela.

Pero mira por donde, daba la casualidad de que el mencionado, había sido conocido y tratado en algún viaje por las “niñas”, y resulta que la pequeña, con sus 18 añitos se había medio enamorado de él.

Primer desengaño amoroso, que Doña María Manuela maneja  de manera magistral, con su destreza y maestría en los asuntos de amores y conveniencias, con un lacónico: < eres muy joven > pero que a nuestra protagonista, con su adolescencia recién estrenada y con el espíritu romántico que imperaba en la época, sume en un disgusto terrible, que sus biógrafos señalan como importante, y que la lleva, incluso, a pensar en entrar en religión, vamos, a hacerse monja.

Qué tiempos… podemos ahora, efectivamente, no entenderlos, pero no hay duda de que tenían su encanto.

La vida sigue y, con pocos años, aún poseyendo un carácter romántico y apasionado, estos episodios se olvidan pronto.

Paca, la mayor, ya está medio colocada. Y bien.

Ocurre sin embargo, que en estos ajetreos de amores y desamores sobrevienen cosas inexplicables, y he aquí, que lo que llamaríamos ahora el otro “soltero de oro” de Madrid, era el Marques de Alcañices, más conocido por su segundo título nobiliario de Duque de Sesto, también  asiduo de la casa,  que se enamora apasionadamente justo, de Francisca, y en su estrategia amatoria para llegar a ella, digamos que comienza  – coqueteando – con Eugenia.

Con ello, tenemos montado el lío.

Ya que, parecía natural, Eugenia se ha enamorado de él, y al conocer la verdad tiene su segunda contrariedad sentimental, pero ésta, ya con unos cuantos años más, es por tanto, de mayor entidad. Llegando hasta al intento de suicidio, que trata de poner en práctica de manera ciertamente insólita: tomándose un vaso de leche en el que ha disuelto cabezas de cerillas, pensando que el fósforo actuará de agente mortífero.

Verdad es, que sus biógrafos no aclaran el desenlace, solo el intento, pero sin duda, que la conclusión, tendría su mayor trascendencia, casi con seguridad, todo lo más, en el retrete, con una monumental diarrea.

Pues, naturalmente que sí.  Pero pensemos que si hoy les cuento esto, en una discoteca, a un grupo de muchachas de edad similar, no me escuchan… directamente me mandan…

Eso que decimos, de que los tiempos han cambiado, no es real: son otros, clarísimamente. Aunque eso sí, con la tragedia actual del maltrato y con esas cifras escalofriantes de mujeres asesinadas.

Y es que Francisca,  que por cierto, era la verdadera Condesa de Montijo, ya que por ser la mayor había heredado el Título,  y al ser de una belleza podríamos decir, más sosegada, morena, con ojos oscuros y de facciones más ovaladas y también con carácter más pausado, a diferencia de su hermana Eugenia, de pelo caoba, y ojos verdes,  de carácter más vivaz y temperamento más apasionado, tiene, o parece tener, más éxito con el sexo masculino. Se casará antes y siempre  será conocida como Paca Alba.

Vivirá junto a su marido el XV Duque de Alba, matrimonio que disfrutará de tres hijos hasta el fallecimiento de ella, diagnosticada, aquí en España de tuberculosis, y a la que su hermana Eugenia, siendo entonces ya emperatriz de Francia, envió su yate personal para trasladarla a París, donde falleció en 1860,  a los 58 años, posiblemente de leucemia, o de cáncer de mama, según los datos que se tienen ahora que, naturalmente son muy confusos.

Pero es curioso, hasta este matrimonio, que  podríamos llamar modélico, tuvo sus, dijéramos “desórdenes”. ¿Cuáles?  Pues, de verdad, tenemos que ser muy cautos y hasta algo escépticos, pero parece ser que al Duque, viene acusándosele, por los descendientes de una tal Josefina Perrier, de tener, en 1834, una aventura amorosa, fruto de la cual nació una hija que actualmente, según dicen los afectados, está acreditado con cartas y otros documentos, y  presentado ante los tribunales.

Existe un libro sobre este particular, de una tal Lola Artacho, cuyo título es, precisamente: -El amor secreto del Duque de Alba-.

Pero, volvamos a Eugenia, nuestro personaje.

Fuera, porque en Madrid se propaga, con alarma general, un brote de cólera, fuera, para “cambiar de aires” a Eugenia que pasaba por momentos de cierta perturbación psicológica, que se manifestaba en la negación absoluta de recibir ningún galanteo amoroso de cualquier hombre, o simplemente, por una de esas carambolas que les ocurren a seres excepcionales, el hecho es que Doña María Manuela,  se instala en París.

Con su niña, naturalmente, ya toda una mujer de 23 años, de una belleza arrebatadora y con una personalidad singular.

También, es posible pensar que no fuera la fortuna la causante de tal eventualidad, sino la mismísima Doña María Manuela, que intuyó que podría conseguirse un porvenir imperial para ella.

Pues, digamos que  está dentro de lo posible. Maniobrabilidad, Astucia y Posibilidades, no la faltaban.

Y es en estos momentos, en los que se pone de manifiesto todo el imponente potencial de posibilidades para una excepcional belleza, unida a una personalidad verdaderamente peculiar, como la que atesoraba Eugenia.  Deslumbra, resplandece y brilla allá donde se presenta, en banquetes, bailes, o cacerías, comienza a marcar modas y a crear tendencias.  Si una noche va a un teatro, al día siguiente se habla más de ella que de la función. El todo París está pendiente de su persona.

Se ha convertido en una verdadera estrella en el panorama social.

Ni que decir, que cuando es por primera vez presentada a Carlos Luis Napoleón, este queda deslumbrado.

Y ¿quién era este Napoleón?

Pues, nada menos, que Napoleón III. Un emperador de Francia. El último.

Al primero, ya lo conocemos, fue aquel hombre-milagro que conmovió a  la humanidad, aquel gran hombre que, durante años, jugó en su despacho con un mapa del mundo, haciéndolo suyo. Aquel que tenía que recurrir a sus mariscales, ya que le faltaban hermanos para hacerlos reyes de los países de Europa.

Ese hombre que conmocionó a la sociedad de su siglo, llevando al mundo el espíritu liberal de la Revolución y sobre todo, dando a Francia la posibilidad de ser hegemónica en Europa y con ello conseguir un imperio.

Un militar republicano, al que algunas circunstancias a mi modo de ver, le llevaron a uno de los mayores triunfos de la historia: primera, era un gran estratega, segunda, la absoluta incapacidad política de las monarquías reinantes, tercera, que el pueblo francés se encontraba hastiado y exhausto de los vaivenes y anarquía social que caracterizaron las políticas posteriores a la Revolución y cuarta, que políticamente gobernó con equidad y supo hacérselo comprender así al pueblo.

Vamos, para entendernos, algo así como Rajoy, pero en bien hecho.

El segundo habría de ser su hijo, Napoleón II, pero falleció víctima de la tuberculosis.

Y, como unos quince o veinte años después, aparece en la escena política un personaje que llega con las imponentes credenciales del nombre: Carlos Luis Napoleón y del apellido, Bonaparte. Del que hoy conocemos que no es que fuera descendiente directo del “Corso”, es que no era ni siquiera familia.

Pasaba por ser hijo de su hermano Luis, el Rey de Holanda, es decir, naturalmente sobrino del Emperador, bueno, pues hoy sabemos, a ciencia cierta, por estudios genéticos de absoluta fiabilidad llevados a cabo por antropólogos y genetistas, publicados recientemente y admitidos por todos los estamentos sociales, políticos y científicos del país, que el haplogrupo de los cromosomas – Y – del Emperador son del grupo <corso-sardo>, sin embargo, los de Napoleón III, son de tipo <caucásico>, lo que hace imposible que fueran, ni incluso, parientes cercanos.

Un buen tipo, desde luego, pero con capacidad mental bastante más menguada que el verdadero Napoleón. Pero claro, entre la buena documentación que portaba, la apariencia, que no era mala y las ganas que tenía el pueblo, de rememorando viejas glorias, conseguir un segundo imperio. Comienza primero, siendo nombrado Presidente de la República, y posteriormente Emperador.10

Eso sí, un enfermo sexual, de vida absolutamente licenciosa, al que le complacía atesorar tanto honores, como amantes.

Era natural, viéndolo con la óptica actual y  ahora desde planos de perspectiva tan lejana, que tenía que producirse aquella conjunción, parece hasta lógico. Él era un puro deseo, ella, un virtuoso cálculo.

Decía Próspero Merimée en uno de sus libros, que la boda era la consecuencia, no de una elección, sino de una erección.

La brega estuvo magníficamente realizada, con cordura, templanza y mando, por la joven, y maravillosamente dirigida, con mano firme, conocimiento, veteranía, y práctica por la vieja.

A él, al pobre, no le quedaba más que, dado su natural lujurioso, y su disposición como único europeo del momento, en la certeza de la virginidad de la protagonista que, como aquel ratoncito del cuento, diciendo… yo… “comer y callar”.

Además de todo esto: ella 26, él 49… Lo que podríamos llamar: un verdadero abismo.

Y desde aquella  grosera, y hasta mal educada pregunta, que narran todas las biografías, hecha desde el caballo de:

¿Cómo puedo llegar hasta su alcoba?

Y la certera contestación de ella que, aprovechando estar cerca de una iglesia, le contestó, desde el balcón:

-Por aquí, por la capilla, Sire-

Se llegó a que, el día 28 de Enero de 1853, en el altar mayor de la Catedral de París,  a la que accedieron en la carroza de gala que perteneció a María Antonieta, y ante el Arzobispo, contrajeran matrimonio.

Cuenta, con auténtica gracia, uno de sus biógrafos franceses, que muy pocos días antes de la ceremonia, recibe el emperador una carta, no se sabe de quién, e inmediatamente de leerla, pide un coche y aunque es una hora intempestiva, llega a las Tullerías, donde se hospedaban madre e hija, solicita una entrevista personal y privada con Doña María Manuela y, tajantemente la pregunta, si está segura de que su hija no es fruto de sus amores con uno de sus amantes más conocidos, el inglés Georges Viliers, que con el tiempo heredaría el título de Conde de Clarendon y que recientemente, había sido nombrado Secretario de Estado del Gobierno inglés.

    <  No, sire. Tengo muy claras las fechas.>

Puede ser este el motivo por el que, inmediatamente después de la ceremonia, con toda amabilidad y exquisita diplomacia, fue invitada a abandonar el país.

Pero, bien es cierto, que con la tranquilidad de la misión cumplida.

Baste decir, que cuenta Díaz-Plaja, uno de los mejores biógrafos de nuestro personaje, que un Nobel, español, al conocer la noticia del enlace matrimonial, llamaba a Napoleón III: conde de Teba consorte, ya que este era el Título nobiliario que ostentaba Eugenia. Pero no se sabe por qué extraña razón, ha pasado a la historia, como Montijo y no como Teba.

Es más, incluso, un importante autor francés, Adolph Thiersh, que luego llegaría a ser primer Presidente de la Tercera República decía:

<Napoleón se ha casado con la condesa de Teba, para ser grande de España, cuando deje de ser emperador>

Efectivamente, Eugenia no era princesa, pero, en verdad, no le fue necesario, era inteligente y buscó siempre con empeño congraciarse con el pueblo francés, lo que es muy dudoso que consiguiera.3

Se cuenta que, a la salida de su boda, realizó una reverencia a la multitud que se congregaba a la puerta de la Iglesia.

Qué gran detalle.

Sin embargo, Francia nunca le reintegró algo que ella prodigó con generosidad al pueblo francés: cariño.

Ya era emperatriz de Francia, pero hubo de convivir con las continuas aventuras amorosas del marido que posiblemente, no le provocaban celos, tal vez porque lo que sentía por él fuera simplemente una tierna estimación, mal recompensada. Pero eso sí, sufría silenciosamente el escándalo.1

Pasarán tres años hasta que, en 1856, nacía el heredero imperial.

Sería Napoleón IV para la historia, pero, para la emperatriz era exclusivamente la culminación de sus anhelos como mujer.

Otro elemento de su felicidad que, como ella decía, el destino le arrebató después de dárselo, ya que moriría en la guerra contra los zulúes, en Sudáfrica, enrolado en el ejército inglés, en 1879, con 23 años.

Como persona intuitiva, sagaz y culta, pocas fueron las eventualidades, circunstancias o acontecimientos que ocurrieran en aquellos años, en los que no estuviera presente la resolución, el consejo o al menos, el espíritu de la emperatriz.

Tomó parte en la decisión de la guerra de Crimea, en el proyecto, ejecución e inauguración del Canal de Suez, en este caso, con su presencia física, que hizo las delicias del mundo entero. Colaboró importantemente, en la decisión de enviar a Méjico a Maximiliano, ocupó la Regencia del gobierno francés en tres ocasiones. Y desempeñándola estaba, en 1870, cuando se produjo la caída del Imperio, con motivo del fracaso francés en la batalla de Sedán, donde hasta el propio emperador cayó prisionero y, con ello, llegó el final de la guerra franco-prusiana.8

Posiblemente, fuera algo más de una década, donde lució en todo su esplendor la personalidad, el estilo y la elegancia, de una de las mujeres más excepcionales del panorama europeo del momento.

Sin olvidar, que ha sido una de las que, con su modernidad, han marcado ya no tendencias, sino modas, formas, indumentaria, sombreros, costumbres, y hasta estilos decorativos y colores, ya que hemos de tener en cuenta que la Corte del Segundo Imperio mantuvo un lujo de opereta, muy del gusto de esos momentos, y con ella en el centro marcando sentido, por lo que se la ha conocido siempre con el sobrenombre de:

 <Emperatriz de la Moda>.

Ciertamente, en este apartado marcó la moda durante décadas, ideando personalmente los más diversos elementos: perfumes muy definidos, los collares de chatones, o de diamantes, engarzados sobre placas de platino, el maquillaje, los puños y cuello del traje de montar a caballo, los sombreros de plumas, la mantilla de encaje de Chantilly y, hasta el miriñaque, que no era más que una modernidad del guardainfantes que se llevaba en el siglo XIV,  o el tontillo de los siglos XV y XVI, consistente en un armazón metálico pero ligero, que ahuecaba convenientemente las faldas, evitando tener que hacerlo con múltiples enaguas almidonadas.

Fue la descubridora, y posterior propagadora, de uno de los personajes que consiguieron llevar la hechura femenina  a sus más altos niveles: el genial modisto Worth, poniéndolo al frente de lo que ha sido, y sigue siendo, la alta costura en París.

En aquellos años, tener un vestido diseñado por Worth, era señal de tal lujo que hasta se llegó a encargar uno, para una imagen de la Virgen que es la única que lo posee: se trata de la Virgen de la Fuensanta, Patrona de Murcia.

Hemos de reconocer también su gran labor, en lo que no es  simplemente frívolo y superficial: fue una incansable luchadora por los derechos femeninos. Abogó de manera importante por el sufragio de las mujeres y consiguió que por primera vez, se otorgara la Legión de Honor a una dama. Ocupándose personalmente de que conozcamos hoy París como la ciudad de la luz, al mandar realizar, aparte de sus fantásticas canalizaciones subterráneas, todos los ensanches que le proporcionan hoy  su maravillosa amplitud y belleza.

Cierto que, ya en 1867, habían comenzado a sentirse los primeros síntomas de debilidad en el imperio, el detrimento físico del emperador era evidente, y se alzaban voces a favor de la república que culminaron, como decíamos, en el 70,  con masas de personas ya enfervorizadas que gritaban: ¡Viva la República! ¡Muera la española!, cuando se produjo el desastre de la batalla de Sedán.

Y, ante la posibilidad de que los acontecimientos empeoraran, o incluso degeneraran con peores consecuencias, después de muchas horas de viaje, prácticamente de incognito, llegaron a Dauville, en Normandía, para cruzar el Canal rumbo a Inglaterra, embarcando en el yate < Gazelle> propiedad de un amigo, Sir John Burgoyne, al que en una de las mandas de su testamento cede, como agradecimiento por aquel gran favor, un valioso cuadro de Grence.

Hasta 1871, en que fue puesto en libertad su marido, que se reunió con ella, fijando ambos su residencia en Chislehurst, en un palacio, en lo que hoy es prácticamente un aledaño de Londres.

Allí, en el exilio, vivieron durante diez años y, en 1873, muere el emperador.

En 1879, fallece también su hijo, que seguía estudios militares en una academia oficial inglesa, en la guerra contra los zulúes, de Sudáfrica.

Y nos encontramos a una mujer que lo ha tenido todo, ya que ha sido emperatriz durante 18 años, esposa y feliz madre, que en este momento, con 45 años se ve: viuda, destronada, fugitiva y que ha perdido lo que más quería: su hijo.

Pensemos que le quedan casi otros 50 años de vida, ya que falleció con 94, en el Palacio de Liria, en Madrid, residencia de sus sobrinos los Duques de Alba, el 11 de Julio de 1920, donde había venido para operarse de cataratas en ambos ojos, que la tenían ya, en ese momento, prácticamente ciega.9

La operación, la realizó con éxito, una de nuestras glorias de la Oftalmología, el Doctor Barraquer, Don Ignacio. Catedrático ya, que con poco más de 30 años, era en el panorama mundial una autoridad como descubridor y ejecutante de la técnica, inventada por él, para la intervención de cataratas, llamada facoéresis.

Sin embargo, ya recuperada la visión, fue una insuficiencia renal lo que terminó con su vida.

Y me gustaría, para casi terminar de rememorar su semblanza, unos párrafos de una conferencia pronunciada por mi entrañable profesor y amigo, Dr. Cruz y Hermida, en Oviedo, en el año 2012.6

  • Dice Marcial, que lo importante no es la muerte, es la manera de morir: Reflexión que en ella se cumplió. Napoleón falleció en el exilio, después de varias y cruentas intervenciones quirúrgicas, su joven hijo, violentamente a manos de los brutales zulúes, su hermana, entre agudos dolores, que parece le ocasionaba su expansivo cáncer de mama, y ella misma, en la casa querida, pero no propia, del Palacio de Liria.

¿Qué recuerdos nos quedan de ella?

Pues bastantes, casi podríamos decir, muchos.

Desde luego, fue una mujer que manejó durante toda su intensa vida mucho dinero. Mucho.

En primer lugar, el recuerdo de su  semblanza de mujer que lo consiguió todo en la vida, en buena lógica, y es natural, sus descendientes directos, naturalmente las  personas:  la actual Condesa de Teba: María Macarena de Mitjans y Verea y, por supuesto, la familia Alba, con quien emparentó.

Pero existen otras muchas cosas, no ya personas, que pueden recordárnosla:

-Un verso que la dedicó D. Pedro Antonio de Alarcón:

  • Más al gozar tu dignidad suprema/ No llegues a olvidar una vez sola

  Que el más rico florón de tu diadema/ Es, noble emperatriz, ser española.

-Existe todavía un paraje en Madrid, último vestigio de lo que fue la célebre Quinta de Miranda, en Carabanchel, donde por cierto murió su madre, que es el llamado “estanque de la bruja”, resto de su casa-palacio alrededor de la cual existen árboles plantados por su mano.

-Biarritz era un pequeño y escondido pueblo de pescadores, hasta que ella lo puso de moda. Llevó allí al emperador, y este le compró terrenos para que construyese un palacio: Villa Eugenie, que hoy es un magnífico hotel de cinco estrellas, con suites reales e imperiales y conserva, o pretende hacerlo, todo el mágico encanto de aquella época, con sus lujos, y exquisiteces, pero, naturalmente a precios astronómicos.

El sitio, Biarritz,  ha sido y sigue siendo un referente de la emperatriz;  decía Mérimée a un periodista: Si pasáis por Biarritz, con cualquier motivo, en el Departamento de los Bajos Pirineos, del País Vasco-Francés, pasad a conocerlo, – Encontraréis allí, en persona, una Nereida de las más bellas, es Eugenia, que con su presencia ennoblece ese lugar.

-También en el País Vasco, hay otros recuerdos de ella.

-En lo que hoy conocemos como la Reserva de Urdabay, en la comarca vasca de Busturialdea, cerca de las localidades de Mundaca y Guernica, existe un edificio conocido, se denomina Castillo de Arteaga o de la emperatriz Eugenia.

Los Arteaga eran una línea nobiliaria emparentada con los Montijo, y llegando a oídos de los emperadores que sus condiciones eran lamentables, puesto  que estaba siendo usada como casa de labranza, enviaron a sus arquitectos y la restauraron, aunque nunca llegaron a habitarla. Hoy es también establecimiento hostelero.12

-Y existe otra curiosidad interesante.

En el despacho de honor de la Diputación de Vizcaya, se expone un magnífico jarrón de Sèvres con la efigie de Napoleón III. Pues he aquí, que fue regalado por los emperadores como agradecimiento a que las Cortes Generales de Vizcaya les habían entregado en Biarritz, las Actas del Acuerdo, por el que se nombraba a su hijo, muy pequeño todavía, <vizcaíno honorario>.

Ya se sabe, siempre lo mismo, los catalanes y los vascos siempre barriendo para lo que consideran su propia casa, pero solo eso, exclusivamente.

-Que se conozca, también se hizo cargo de la restauración del Castillo de Belmonte, en Cuenca, propiedad de los Marqueses de Villena.

-Así mismo, conocemos que en Toledo, aunque puede parecer extraño, existen dos Palacios de Galiana, uno en la Vega y otro en el centro, a muy corta distancia de la Judería,  este, que hoy en día es establecimiento hostelero con el nombre de Hotel Fontecruz, fue propiedad de Eugenia de Montijo, pero no llegó a restaurarlo del todo.

-Otra curiosidad, en el año 1867, el uno de Abril, se inaugura en París la Exposición Universal, en ella está reflejada, la ilusión, el esfuerzo, y hasta el trabajo, de una de sus grandes impulsoras, Eugenia, la emperatriz, es  la culminación de los éxitos, la apoteosis. Se trata de enseñar al mundo el esplendor del Segundo Imperio.

Acudieron más de 50.000 expositores de todo el mundo. Visitantes, llegaron a ella muy cerca  de los  10 millones de personas.  Entre los miles y miles de productos expuestos se halla un vino español, de un pueblo de la Rioja: Baños de la Rioja, que resulta ganador en el concurso de vinos.

-Hoy en día, existe en ese pueblo una bodega con el nombre de la emperatriz, se ubica en una finca que fue de su propiedad.

-Por último, en el condado de Hampshire, en el Sur-Oeste de Inglaterra, existe un pueblo llamado Farborough, en el que se encuentra su mausoleo, donde descansa, junto a su marido y su querido hijo.

Citemos, por último, que posiblemente sea la mujer del mundo que más joyas haya poseído: suya era la célebre diadema de perlas, que se conserva en la Galería de Apolo, del Louvre, en París, así como numerosísimas otras.

Actuó, aunque no lo era, de hecho, siempre como madrina, de la esposa de nuestro Alfonso XIII, Doña Victoria Eugenia de Battemberg,  a la que estuvo muy unida y que representaba para ella la nuera que no llegó a tener.

Parece ser que, a su desaparición, en 1920, el Duque de Alba,  padre de la tan conocida Cayetana, recientemente fallecida, se presentó ante su alteza real Doña Victoria Eugenia para presentarla sus respetos y hacerla llegar un obsequio de parte de la emperatriz, fallecida días antes.

Era un estuche alargado y al abrirlo vio, con sorpresa, que contenía un precioso abanico.

Y sin siquiera tomarlo, se dirigió al Duque dándole las gracias, con absoluta cortesía pero sin esa efusividad esperada por el regalo. Ella, efectivamente tenía fama de ser muy amante de las joyas, pero desde luego, un abanico, bien es cierto que no se lo esperaba como un regalo imperial.

-Majestad, tomad, en vuestras manos el abanico.

Al hacerlo, descubrió que debajo de él estaban las siete esmeraldas que habían constituido la diadema imperial, recibida de Napoleón y que portó el día de su coronación.

Había sido realizada por el joyero Fontennay en 1858.

En 1961, con objeto de conseguir liquidez para los gastos del enlace de nuestro, ahora Rey-emérito, con la Princesa Sofía de Grecia, se vendieron subastándose, en la sala Jürg Stuker de Berna, por 960.000 francos suizos.

Aunque es posible, que una de las mejores joyas que pudieran ofrecérsele, fuera aquella cancioncilla que hemos tarareado todos, que de manera anónima, pero hondamente sentida, y con cierta gracia literaria, que expresa todo el cariño de un pueblo

                                             Eugenia de Montijo, qué pena, pena

                                            Que te vayas de España para ser reina

                                             Por las lises de Francia, Granada dejas

                                             Y las aguas del Darro, por las del Sena.

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