La historia de una tragedia
Conozcamos al titular de aquello que tanto se dice: – Aquí se va armar la de Dios es Cristo – y se armó; pero no mucho. Solo fue una cabeza, pero era, nada menos, que la de su hermano.
Lo que vais a leer ahora sobre este Rey godo, posiblemente el más significativo de todos ellos, es un drama, casi podríamos llamarlo, una tragedia.
Y es así, porque en su lectura veréis intervenir todos los ingredientes necesarios para su consecución. Un bueno que parece malo; un poderoso que se siente listo; un tonto mal aconsejado; una instigadora, en fin, todo lo imprescindible para que, convenientemente unido y amalgamado por una serie de circunstancias, ponga en marcha lo que en cualquier momento de la historia va a suponer eso, una tragedia.
Una inmensa tragedia, como es, que un padre mate a su propio hijo.
¿En alguna ocasión se os ha ocurrido pensar cuál pueda ser el significado de esa frase, que se suele decir a veces?:
¡ Aquí se va a armar la de Dios es Cristo.!
Pues viene de los hechos que vamos a conocer ahora.
Es más bien una guerra de religión, aunque muchos historiadores no están de acuerdo; pero bueno, lo cierto es, que se veía venir y, al final, pues eso, se armó.
Veréis:
Casi mejor, posiblemente, sea explicaros primero quienes eran los godos.
Incluso antes, una pequeña introducción, no estaría de más:
En realidad, pensemos que un pueblo no es más que la consecuencia de lo que su historia ha hecho de él. Se trata, por tanto, de que nunca entenderemos bien el presente sin tener un buen conocimiento, o al menos unas claras nociones, de lo que ha sido su pasado.
Con objeto de que estas percepciones que nos llegan, sean lo más adaptadas a la realidad posible, existe la historia y los historiadores que nos la cuentan; pero, realmente, ¿qué nos cuentan? Hechos, hechos acaecidos en un determinado momento, y por unos particulares personajes que, con sus actitudes, los pusieron en marcha. Nada más.
Y cuando los conocemos, qué suscitan en nuestro interior: simplemente, un juicio. De aquí, que la forma de contárnoslo sea tan importante.
Es por ello, y según mi punto de vista, que habrían de exigirse invariablemente, varias normas para realizar esta actividad de escribir, precisamente, sobre historia: el relato ha de ser, por un lado, lo más verídico y adaptado a la realidad; también respetuoso, a poder ser, con las decisiones que en su momento se tomaron por otros, y de las que a veces desconocemos todas sus particularidades; además, ha de ser lo más atractivo, liviano y hasta desenfadado posible, para de esta manera conseguir llegar a ser patrimonio de muchos, y no solo la complacencia de los pocos que se deleitan con su estudio, puesto que han logrado hacer de ello una profesión.
Al expresar esta última premisa referente al mayor o menor encanto que puedan tener, o no, los relatos históricos estoy queriendo manifestar un motivo muy simple y personal: de siempre, me ha fascinado la historia, sobre todo la de España, y por ello, que en los anaqueles de mi biblioteca hayan no menos de diez o doce Historias de España. No a diario, evidentemente, pero las manejo intentando encontrar información, muy a menudo. Sin embargo, curiosamente, nunca las leo, son un auténtico coñazo.
Mira que me interesaba el tema sobre el que versaba el último libro de Pedro J. Ramírez, y con qué ilusión lo compré; 800 páginas, imposible, no lo he terminado. Sin embargo, leo con auténtica fruición todas las semanas un artículo de una sola página, de Pérez Reverte, sobre Historia de España, con el que lo paso maravillosamente bien, aprendo y, además me regocijo cuando llama “hijo de puta” a Fernando VII.
Es posible, que los que se dedican a la enseñanza sepan de esto bastante más que yo.
En general, podemos decir que la Historia de España son los acontecimientos que le han acaecido a este pueblo, que habita sobre un suelo con forma de piel de toro; extraño pergamino en el que se escriben las distintas llegadas de otros muy diversos pueblos, que van dejando con su paso, su influencia y su huella; desde aquellos antiguos fenicios, hasta los actuales latinoamericanos.
¿Qué por donde han llegado?. Por todas partes. Tierra, mar y, ahora naturalmente, hasta por aire. Pero, ancestralmente, por el Mediterráneo, aunque también, como en la ocasión, que ahora nos ocupa, a través de los Pirineos.
Si hacemos caso a lo que nos dice uno de nuestros más eminentes historiadores, para mí, Don Claudio Sánchez Albornoz: las dos más importantes ocupaciones que ha padecido esta península y, que en definitiva, han dejado mayor huella, han sido, la romanización y la islamización, ambas lo han hecho a través del Mediterráneo.
Pues bien, otra, que igualmente puede considerarse significativa, es la llegada de unos pueblos de origen oriental y nórdico, que ya venían hace muchos años incomodando al Imperio Romano y, que los llamaban “bárbaros”.
Roma, el Gran Imperio, con su enorme poder, va siendo en su declinar, cada vez más incapaz de defender sus fronteras; y no es que muera el Imperio, no, es que se suicida, cuando con la inaudita torpeza de sus últimos emperadores piden ayuda a un pueblo para defenderse de otros.
En años venideros, incluso algunas legiones romanas estarán al mando de generales de origen godo. Y hasta será uno de esos generales: Alarico, su primer Rey.
Pues, ya había ocurrido que en el año 476, Teodorico, otro godo, Rey en este caso de los ostrogodos, retiraba de la circulación al último emperador romano.
Ni que decir, que la provincia de Hispania, que es parte del Imperio, queda como todo él, a merced de esos pueblos: los godos.
¿Qué si son importantes? Ya lo creo. En las islas Canarias, a los de la Península, nos siguen llamando así…
Son, es verdad, estos pueblos algo – bárbaros,- pues sí, vienen del norte y el clima influye mucho sobre las gentes; son fuertes, corpulentos, impetuosos, valientes y buenos luchadores; pero también, muy belicosos en general, lo que ocurre es que, como vienen de distintas procedencias, no todos son iguales, ni tienen las mismas características.
Lo que sí está claro, es que todos ellos: Suevos, Vándalos, Alanos y Visigodos vienen huyendo, a su vez, de otros, mucho más brutales y feroces, que llegan de las estepas asiáticas: los hunos. Su fama, atroz, les precede. Dicen las leyendas, que incluso las dinastías chinas construyeron sus célebres murallas para defenderse de ellos.
Pues bien, estos bárbaros nuestros, llamémosles los propios, los europeos, para entendernos, ocupan lo que se han denominado siempre las Galias, fundamentalmente lo que hoy es Francia, Suiza, parte de Alemania, Austria y el norte de Italia, es decir, el centro de Europa.
Y desde allí, comienzan a penetrar en la península, buscando lo que podemos entender como mejores condiciones de vida: unos, simplemente, tierras donde asentarse otros; nada más que botín. Es, como se ve claramente, lo mismo que ocurre ahora: una constante en la historia de la humanidad
Los suevos se reparten por el noroeste de la Península, lo que actualmente es Galicia, Asturias, Cantabria y León. Son indoeuropeos de familia germánica, y buscan tierras cultivables para asentarse en ellas. Sin embargo, los vándalos y alanos, mucho más nómadas, buscan exclusivamente vivir del saqueo y del pillaje. Los primeros, nos dejaron poco, si acaso, una palabra exclusivamente, que los definía: vandalismo. A los otros, los echaron enseguida de la piel de toro, los visigodos… a hacer puñetas… a África.
Los más “civilizados” son, de hecho, estos, los visigodos, que momentáneamente, han quedado en territorio de la Galia, en el norte, arriba, y que al ser vencidos en la batalla de Vouillé por los francos, son obligados a trasladarse más al sur, atravesar los Pirineos y tratar de asentarse en Hispania.
Traen con ellos su forma de gobierno, una monarquía electiva, basada en luchas internas entre la nobleza, con lo que, prácticamente, se puede decir que ningún Rey llega a morir en su cama. Se matan entre ellos, como conejos. Puede que esta sea la razón de que la lista de los reyes godos fuera tan interminable; sí, por eso y, también, por los molestos y complicados nombrecitos.
Llegan, efectivamente, los visigodos, instalando su primera capital en la actual Barcelona. Es decir, que ha sido Capital del Reino en algún momento. Pues claro, y por qué no…
¿Qué dirá el pobre provinciano del Junqueras cuando se entere de esto?
Plantea su llegada dos problemas: uno la propia ocupación, los hispano- romanos residentes en el territorio, no es que los sientan del todo invasores, ya que muchos años atrás lo que han conquistado realmente es el Imperio Romano, al que ellos pertenecen; los ven como vecinos molestos, incómodos y hasta desagradables, pero con los que hay que convivir; pero cuidado, que hay algo más importante: son arrianos.
¿Y qué es eso?
Pues una forma de pensamiento católica, pero basada en la creencia de que a Jesucristo, aún siendo hijo de Dios, ya que como hombre hubo un tiempo en que no existió, no puede considerársele sustancialmente Dios.
Todo gira alrededor de la negación de la Santísima Trinidad.
Resulta por ello, que los hispano-romanos, en los que ya en trescientos o cuatrocientos años de romanización ha germinado importantemente el pensamiento cristiano ortodoxo, que asegura, desde el Concilio de Nicea, que Jesucristo, aunque hombre, también es Dios verdadero y, teniendo en cuenta que en aquellos tiempos las ideas religiosas eran inquebrantables, y hasta violentas en sus manifestaciones, pues empezaremos a entender aquello de que: aquí puede armarse la de Dios es Cristo.
Bien es cierto, que ya antes habían existido otras herejías, era tiempo de ellas: a Prisciliano, aquel pobre gallego, alto, rubio, rico y guapo, pero que se enemistó con el poder religioso, puesto que se marcaba unos “desmanes” que entonces eran mal entendidos por los obispos, pues, simplemente, le cortaron la cabeza, en una ciudad llamada Tréveris, cuando fue a pedir justicia ante el Papa; así de simple y tonta la cosa.
Desde luego, habremos de reconocer unánimemente, que al Reino de los Cielos, han sido más los enviados, que los llamados, en todos los tiempos…
La verdad, es que no sé si era para tanto, porque, curiosamente, Prisciliano lo único que decía y, además, lo explicaba muy bien, y por ello levantaba verdaderas multitudes de priscilianistas, era que no bastaba con creer, había, además, que interpretar.
Realmente peligrosa en aquellos tiempos, – y no sé si ahora – esta aseveración, teniendo en cuenta la ignorancia, casi general, del clero y su ciega y mecánica sumisión a los cánones de los concilios; cuando, además, preconizaba la pobreza, siendo él mismo rico, en contraposición a las formas de vida abundante y regalada de los obispos; que, naturalmente, veían con ello tambalearse sus privilegios y distinciones. Si a esto añadimos que daba entrada también en el culto, a las mujeres, ya tenemos el jaleo completo.
Otra, herejía, los adopcionistas, que pensaban que Jesucristo era hijo de Dios, sí, pero adoptivo, una especie de fifty-fifty de lo que decían los arrianos. Había otras, sí, bastantes más…
Pero en realidad, quitando esto de lo de la Santísima Trinidad, y algunas otras herejías de menor importancia, en todo lo demás, pues francamente bien.
Convivían, a regañadientes, – como actualmente – pero convivían. Bien es verdad que, juntos, pero no revueltos; puesto que ambos mantenían, los hispano-romanos por un lado y, los visigodos por otro, una especie de “estatus”
Después de muchos años, ya con la capital en Toledo, sí, sí, en la actual, en la que baña el Tajo, y por otra parte también, hartos ya de matarse los reyes unos a otros, llega al poder, sobre el año 550 de nuestra era, un tal Leovigildo, (conviene quedarse con este nombre que es el importante de la obra), que parece más listo que los anteriores, igual de bestia, eso sí, pero bastante más inteligente.
Y comienza a tratar de acomodar a los dos pueblos.
Su idea, desde el comienzo, consiste en tender puentes para el entendimiento entre hispano-romanos y godos; llegando a acuerdos, entre los cuales el más importante consistía en que los asuntos administrativos quedaban en manos de hispanos y, los militares, en manos de godos.
Reconozcamos que a este Leovigildo las cosas de la guerra se le daban maravillosamente. A los suevos, que se habían adueñado de Galicia, León y, prácticamente, todo el Norte de Portugal, los atiza unos importantes destrozos, hasta que consigue su obediencia y, lo que es más importante, cobrarles impuestos; que pensando un poco, es por lo que se hacen, casi siempre, las guerras.
Pero, en contraprestación, y para dar suavidad al estropicio, funda una ciudad, Villa Gotorum, la actual Toro, en Zamora. Aunque, eso sí, al Rey de los suevos, que se llamaba Miro, le exige la sumisión de su pueblo y, naturalmente, a él, lo pone – en la cola del paro- Tan es así, que desde entonces en las monedas, que en aquellos tiempos era, como ahora, elemento importante en la definición de la autoridad, aparece ya la efigie de Leovigildo con la inscripción de Rey de Hispania y Galaecia.
“Pacifica” a los várdulos y vascones, que parece que eran igual de intratables que los de ahora, eso, sí, de manera democrática, pero a guantazos. Sofoca igualmente algunas rebeliones de menor importancia y deja esto de Hispania como la palma de la mano y, en paz.
Pues mira que bien.
Reconozcamos que, efectivamente, Leovigildo estaba en ese momento en la cúspide del poder. Había derrotado a la mayoría de sus enemigos, había afianzado su política de autoridad real y, ahora, lo que necesitaba era asociar a sus dos hijos al trono
Desde luego, hay que considerar su buena voluntad para tratar de acercar criterios también en cuanto al asunto religioso, pues reunió en varias ocasiones a los obispos arrianos y cristianos a discutir sobre teología, pero nada.
Y, si así como en los asuntos militares, era un fenómeno, en los familiares, no tanto.
Resulta que en lo personal tenía dos hijos: Hermenegildo y Recaredo.
¡Menos mal que sale el protagonista!
Bueno, pues a los dos los quiso “colocar”… parece natural.
Y para ello los nombra condes, o gobernadores, vamos, lo que fuera, el caso es que los pone al frente de una provincia, y de hecho, no es que estuviera mal pensado, puesto que en realidad, eran príncipes.
Al mayor, a Hermenegildo, lo manda a la Bética; es decir a Sevilla, pero he aquí, que el mozo estaba casado con una princesa de origen franco, de nombre Ingunda; la verdad es que el nombrecito en aquel momento sería corriente, pero lo que es ahora…
Resultando, que la tal Ingunda, que era cristiana fanática, y que se encuentra de la noche a la mañana de reina de la Bética pues, va a dar la nota al convertir a su marido, primero en cristiano, y después, en un traidor a su padre, al proclamarse Rey.
Lo primero sería disculpable, pero lo segundo es inmundo; que curiosamente rima bien con su nombre.
Aprovecha para ello la amistad de un personaje importante en esta historia, que se llama Leandro, por cierto santo, y de los importantes, puesto que es a él, en realidad a quien se debe la conversión al cristianismo posterior de nuestro protagonista, Recaredo, y con ella su abjuración del arrianismo y conversión desde entonces, de su persona, y consecuentemente, de todo el reino al cristianismo.
Como decíamos, la tal Ingunda, que según el criterio de la mayoría de los historiadores era más bien intrigante y maniobrera, le induce al marido, al pobre Hermenegildo, a enemistarse con su padre; las pruebas son palpables y fácilmente demostrables y, sin las cuales, podríamos pensar de otra manera. Pues no.
Al mozo no se le ocurre más que mandar hacer monedas con su efigie y auto designarse, Rey.
Al padre, Leovigildo, le llegan las noticias, y al principio hace, pues como Arzallus con la ETA: nada… cosas de muchachos…
Pero la cosa sigue y va a más, puesto que el “chiquillo” intenta aliarse con todos los enemigos del padre, los suevos, los bizantinos de levante, y otros.
Y el padre, comienza a tomarlo en serio, y envía a su hermano Recaredo a Sevilla para hablar con él.
Nada. Que no.
Todo, porque la lianta de la Ingunda sigue calentándole la cabeza al pobre Hermenegildo con aquello de que: < Toda la Hispania católica tiene puestos los ojos en ti > Resiste, resiste < Tu representas la esperanza de los cristianos que sufren al ser gobernados por un hereje >…
Naturalmente, después de varios intentos, al Rey se le agota la paciencia, y como en asuntos de autoridad es, como si dijéramos, muy parecido a Rajoy, pero no en recortable, sino en serio, pues forma un ejército y le da al muchacho una mano de …, que le deja la cara desfigurada y, encima, lo mete preso.
Mucho por traidor, pero fundamentalmente por gilipollas.
Y a ella, la manda a… Constantinopla, ¡no!, que es verdad, no es una frase hecha, que la mandó allí, posiblemente, porque no había entonces, un sitio más lejos.
Quedaba esto así publicado y, he aquí, que por esas maravillas de la técnica, en este caso de Internet, un lector al que no conozco, pero agradezco su intervención, me dice: Cruel en exceso con Ingunda…pobre… parece que la suegra, es decir la mujer del padre, que se llamaba Gosiunda…también tenía sus «flecos»… Posiblemente sea verdad. Estos desencuentros entre nueras y suegras, parece que han existido siempre…
De cualquier forma la historia, es decir la tragedia es así, el tal Hermenegildo, por mucho que quieran ponderarlo sus apologistas para alcanzar los altares, incluso puede no dudarse de sus merecimientos de católico, llegando inclusive al martirio, pero clarísimamente era un rebelde, que quiso usurpar el trono al Rey, y mal aconsejado por la “prenda” de su mujer y, usando para ello su condición de católico intentó ganarse el apoyo de todos los enemigos de su padre.
Que posiblemente, es hasta posible que no hubiera ni llegado a declararle la guerra, exclusivamente por su conversión, e incluso por su rebeldía, pero eso y, además una sedición, en toda la extensión de la palabra, no podía evidentemente disculparla.
Naturalmente, no hay ni que contarlo, según el libro donde leáis esta historia, pues como es lógico, será distinta, pero una cosa si es cierta: de cárcel en cárcel, una vez vencido y prisionero, llega hasta una, en Tarragona, donde un tal Sisberto le corta la cabeza.
Y no es que digamos que el tal Hermenegildo, posiblemente no entregara voluntariamente su vida en aras de sus creencias y, con ello merezca el reconocimiento de su martirio, no, pero digo yo, que para elevarlo a los altares, se han pasado un poquito.
Sin embargo, seamos respetuosos, aunque haya cosas que no se entiendan.
Es verdad que hay cosas que no se comprenden y, no tanto por parte de la Iglesia, que en definitiva lo elevó a la categoría de santo, suponiendo que la entrega de su vida en el martirio, en defensa de su fe, fuera suficiente circunstancia y requisito como para ello. Bueno. Vale, admitamos una vez más aquello, tan socorrido de que – Doctores tiene la iglesia… -.
Pero de eso, a que exista una distinción militar de alto rango que se llame Real Orden de San Hermenegildo que se concede, según leo en su reglamento:
< …para recompensar y distinguir a cualquier personal militar por su intachable conducta en el servicio…>
Hombre… no, parece una paradoja ponerle el nombre de este santo a una condecoración militar, cuando al santo por lo que se le conoce fundamentalmente, es por intentar traicionar a su padre.
Pero claro, si seguimos leyendo, sobre quien la instituyó, nos damos cuenta enseguida de la intención.
Fue nada menos que el hijo… de…de… María Luisa.
No, no voy a ser tan directo como Pérez Reverte: Fernando VII.
¡Claro! Aquel malnacido y asqueroso traidor, que elevó precisamente la traición a la categoría de excelencia y virtud.
Efectivamente, Leovigildo el padre, tardó poco, solo un año, en morir, eso se entiende algo mejor.
Sí, desde luego, imbécil, pero era su hijo.
Y, naturalmente, subió al trono el segundo, Recaredo.
Pero, no olvidemos, que la sucesión al trono era electiva, sin embargo, en este caso, fue indiscutible, puesto que se sumaron las voluntades de prácticamente todos los fieles a su padre, que valoraron sus éxitos militares y, por encima de ellos, la lealtad y el buen juicio que le adornaban
Y, lo primero, sería preguntarse, ¿ y si al tonto lo mandó a la Bética, que hizo con el otro, con el listo?
Reconozcamos, que este segundo se lo merecía todo.
Había heredado la genialidad del padre en los asuntos de la guerra, pero con más luces y, sobre todo, con un sentido mucho más cumplido de lo que habría de ser la unidad, para la homogenización de los reinos.
Sus primeros pasos, como autoridad real, se ven muy pronto encaminados a seguir la política de reconciliación que su padre había iniciado, y ordena pocos meses después de subir al trono una reunión, que posiblemente no se pueda llamar Concilio, pero sí reunión, de obispos arrianos y cristianos.
La historia no nos cuenta las deliberaciones de aquel “guateque”, pero debieron ser finas, ya que aunque aquello estaba disfrazado de encuentro teológico, para salvar diferencias de doctrina, en realidad, no hay duda de que, conociendo las intenciones reales, posiblemente, fueran advertidos de que de allí habrían de salir con una solución o, en su caso, con las cartas de renuncia.
Habremos de reconocer que políticamente era un “artista” y se dio cuenta, de inmediato, de que era casi imposible mantener la hegemonía del reino intentando aferrarse a la idea de convertir al arrianismo a todos los pobladores peninsulares. Efectivamente, era una religión que practicaban una minoría, exclusivamente los godos, frente a los hispano romanos, suevos, bizantinos y francos que eran, en verdad, la auténtica mayoría, todos ellos vecinos, y que habría de ser muy complejo y hasta difícil, por no decir imposible, tratar de doblegar por la fuerza de las armas, a esa inmensa población de sus creencias.
Por otra parte, existía en el ánimo de las gentes de aquellos tiempos, y desde siempre, una idea que expresa muy claramente y sin ningún tipo de dudas, la frase latina de: – Cuius regio, eius religio – que quiere decir que: cual sea la religión del soberano, así será la de sus súbditos; era, efectivamente, una de las muchas manifestaciones del feudalismo imperante.
Pero sea cualquiera, la causa: política, o de convicción personal, el hecho es que Recaredo, desde que tomó las riendas del reino obró en todo momento en el sentido de seguir con las medidas que ya había iniciado su padre, tratando de unificar, o al menos buscar la fusión paulatina de las dos etnias: la indígena, absolutamente romanizada y la germánica, con confesiones religiosas diferentes.
Y es por ello, sin ninguna duda, que su figura es, con toda justicia, considerada y, exaltada como la del más importante soberano de la antigüedad.
Dice de él la historia:
Las provincias que su padre conquistó con la guerra, él las conservó en la paz, las administró con equidad y las rigió con moderación.
Es, no solo un buen juicio, sino, la constatación de unos merecimientos a su cordura, a su prudencia y, sobre todo a su sabiduría.
Pero no olvidemos tratar de contestar a la pregunta que antes nos hacíamos, de si al tonto le dio la Bética: ¿Qué le dio al listo?.
En realidad, Recaredo prácticamente gobernaba ya, incluso en vida de su padre, un inmenso territorio, con límites muy imprecisos, pero que, actualmente, conocemos por los asentamientos de ciudades que lo formaban; se denominaba Celtiberia y se delimitaba por el oeste, con la ya citada ciudad de Toro en Zamora, hasta una población establecida en la Guadalajara actual, llamada Recópolis, a unos 75 Kilómetros de Madrid cercana a otra, que ahora conocemos como Zorita; hasta una, por el norte fundada también por Leovigildo, que es la que denominamos Olite, en Navarra.
Resulta que ahora que me doy cuenta, Toro, lo conozco, y bien, ya que allí, en su campamento, es donde hice los dos veranos de la – Instrucción Premilitar Superior – conocida en mi tiempo como -milicias universitarias-. Olite, también lo conozco, algo menos, pero bueno; así que tan pronto pueda, voy a tratar de llegarme a conocer Recópolis.
Y prometo contar aquí, lo que allí vea y sienta.
Quedaría pobre y, sobre todo insuficiente este “pespunte” si no os diera noticia, primero: de un hecho importantísimo al que se llegó por la intervención directa de Recaredo y, posiblemente, su más destacada obra o al menos, por la que más se le conoce: El Tercer Concilio de Toledo, por un lado y, también, si no resaltara así mismo, convenientemente, dos figuras eclesiásticas, del mayor relieve y trascendencia: San Leandro y San Isidoro de Sevilla, que componen, conjuntamente con nuestro protagonista, aquella singular y sobresaliente época de hierro de nuestra historia.
Tal es su importancia, que hasta figuran los dos, en el actual escudo de la capital andaluza, que ya es bastante.
Vamos a ello, para terminar:
Leandro y Isidoro eran hermanos. Y uno de ellos, Isidoro, Doctor de la Iglesia. Si esto puede llamaros la atención, más lo hará, si os digo que los otros dos hermanos, eran cuatro en la familia, resulta que también son santos. Son los conocidos como los cuatro santos de Cartagena.
San Fulgencio, Santa Florentina, San Leandro y San Isidoro.
¡Qué cosas se descubren en los pormenores de la historia, cuando se estudia!.
A los cuatro se les tiene una especial devoción en Cartagena, de donde son oriundos, y los cuatro tienen unas maravillosas imágenes, nada menos que de Salcillo, junto a la Virgen del Rosell en la Catedral de su Diócesis.
Que a nosotros ahora nos interese: pues sí, San Leandro fue el máximo impulsor, efectivamente, de la conversión de Recaredo. Y también es verdad que, posiblemente, sin su intervención no hubiera sido posible la celebración del Tercer Concilio de Toledo.
Sin embargo, San Isidoro de Sevilla es otra cosa, su trascendencia es mucho mayor por la genialidad que supone ser el auténtico artífice intelectual de que la monarquía visigótica, que era de alguna manera bárbara y extraña, se convierta en plenitud en lo que en adelante será: la monarquía hispana.
Sin dudarlo, es la personalidad más brillante del siglo VII, y dejó, además de su intervención política y eclesiástica, una inmensa obra literaria en la que destaca el célebre – Laus Hispanie.-
Considero que si hubiéramos de preguntarnos a quién le debe la España actual sus características de: Reino, Occidentalidad, Monarquía, y Confesión religiosa cristiana, la contestación sería: a San Isidoro de Sevilla.
No en vano se le conoce como – Doctor de las Españas –
¿Y todo esto, desde cuándo?
Pues, desde el III Concilio de Toledo.
¿Porque el Tercero, y no el Segundo o el Cuarto?
Es que en el Tercero, fue cuando Recaredo ratificó la abjuración del arrianismo de su persona, así como de todos los más altos dignatarios del Reino, y en el que se promulgaron las normas de lo que en adelante sería la organización política y religiosa del reino.
Fue el triunfo de la intervención eclesiástica en la vida nacional.
Desde entonces, los Concilios serán uno de los signos públicos de la conducta de todos nuestros gobiernos; la sanción, la censura y el apoyo de las medidas que tomen siempre los que nos gobiernen.
No me preguntéis cuanto duró, creo que muy pocos sabrían contestar.
No puedo terminar sin cumplir mi palabra.
Ha de haber algo en mi alma, que no sé explicar, ha de ser, sin duda alguna desconocida parcela de mi cerebro que me hace sentir más cerca las circunstancias perdidas en el tiempo.
Y esto es lo que me ha ocurrido ayer, visitando Recópolis, la ciudad visigoda, en Zorita, un pueblo a 80 kilómetros de Madrid, en la provincia de Guadalajara.
Salida de Madrid, por la Radial 3 hasta Campo Real, sí eso, el de las aceitunas. Y luego una serie de pueblos hasta Recópolis, prácticamente nadie sabe dónde está. Pero, sin embargo se encuentra sin dificultad y, cosa rara en este País, está todo bien organizado.
En un alto, al que se accede andando, el denominado ahora, “Cerro de la Oliva”, encontramos lo que para muchos puede ser, y de hecho son, unas ruinas, cierto, son solo eso.
Son tantos, tantísimos años ahí que han servido de fácil y cómoda cantera para todas las construcciones aledañas, castillo, pueblos etc.
Pero viendo aquellas renegridas, aunque bien alineadas piedras, restos, y ya efectivamente pocos, de lo que fue en realidad la ciudad de Recaredo, he sentido en mi interior, con su contemplación, que era uno de los mejores regalos que he recibido en mi vida.
De verdad, he disfrutado, viendo lo que queda del palacio, apenas dos arcos, las calles, sus trazados, las viviendas; curiosamente, sus distribuciones corresponden al modo de vida: habitaciones en el fondo, que podían ser talleres o almacenes, y estancias más cercanas a la calle, que serían tiendas con vistas al exterior.
Y, en mi imaginación… pues sí…
Naturalmente, que lo podéis considerar exagerado, pero en algunos momentos, me parecía escuchar el rumor del agua llegando a las cisternas desde el acueducto; y hasta sentía, al pasar cerca, el calor del horno donde se está fundiendo el vidrio, para, después manipularlo en los moldes; y creía percibir claramente el martilleo sobre el metal de los que se dedican en la ceca, es decir, en la fábrica de moneda, a estampar la efigie del Rey en los Tremis de oro, moneda de uso en estos tiempos; pero eso sí,
claramente, escuché el débil golpeteo, a la puerta de este orfebre, que realiza piezas de plata, como las que tiene terminadas y expuestas aquí, en la tienda.
Posee, en verdad, el conjunto de todo ello, tanto, tantísimo encanto…
Sin embargo, en muy poco tiempo ha ocurrido algo extraño…
¿Qué es ese monstruoso globo?
Es, la estructura metálica, que cubre el reactor de la Central Nuclear de Zorita…
Pero no, no te agobies, en realidad… son solo 1.500 años el intervalo de tiempo lo que nos separa.
Contando con esa proporción eterna con la que es deseable entender la historia, son solo, unos minutos…
Interesante y divertido trabajo. ¿Cruel con Ingunda? ¿Y el papel jugado por la madrastra Gosuinda?
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Muchas Gracias!!!
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